Vidas anónimas
Humo. Olor de humo. Es lo primero que percibían los sentidos
al entrar allí. Por encima de la música estruendosa, por encima de las platicas
enfrascadas, por encima el calor y la proximidad extrema de todos hacia todos.
Un bar, bajo tierra, lleno más allá de lo humanamente habitable. Y sin embargo
allí estaban, todos, rodeados, juntos y sin embargo solos. Todos allí estaban
allí solos, aun que fueran acompañados por alguna otra persona, o un grupo,
todos estaban perdidos en una existencia que los vomitaba de bar a bar, de
antro a antro, de motel a motel, de prostíbulo a prostíbulo. Apretándolos,
calentándolos, moviéndolos en masas como ganado, friccionándolos y
abandonándolos eventualmente, al frio de la mañana de Lunes con resaca en la
oficina.
Así estaban todos, rodeados de humo, atendidos por meseros
disfrazados de diablitas con cola y cuernos rojos, con faldas rojas. Masacrados
por acordes mediocres de guitarra desafinada y versos vulgares. Vulgares
afuera, no aquí, en este infierno de martirios autoinfligidos, de venenos
autoingeridos. Aquí era la última sensación de la sección nocturna de la
ciudad. Aquí era Mozart y Beethoven en uno, que recibía ovaciones al final de
cada canción, luchando por causas perdidas u olvidadas, pero que aquí abajo,
eran el autobhan* a la utopía. Ese era el éxito del local.
Eso o que estaba al lado de un motel, de esos en los que
pagas a una computadora, sin miradas comprometedoras, sin risitas detrás del
escritorio. Así estaban allí todos solos, buscando no amanecerlo tanto. Así se
vieron. Y lo primero que notaron fue, que eran feos.
Para ella los años de juventud se los habían llevado sus
hijos y su marido, que al final la divorcio dejándola con las deudas y
llevándose los niños donde su madre. No los extraño, al menos uno no era de su
ex, así que se llevó un caballo de Troya de traiciones escondidas tras los ojos
cafés como los de el jefe de su marido. No amo a su esposo, menos a sus hijos
que solo se llevaron su cuerpo de nadadora y sus noches de sueño, después del
segundo se dio cuenta que la maternidad no era para ella. Aceptó quedarse con
las deudas, no había nada que le pudieran quitar, nunca había tenido nada. Ella
solo había tenido un amor, y se lo arrebato la artritis temprana que la alejo
de la música para siempre. Desdé entonces su cuerpo se convirtió en un envase
más bromoso que útil, apestoso y doloroso, siempre doloroso. En su juventud se
inyectaba para detener su dolor, pero encontró un remedio más económico, más
divertido y menos doloroso para escapar de este mundo. Así recorrió su calle,
su cuadra, su vecindario, su escuela. En un momento de infortunio, por comprar
malos condones y calentar a un virgen, se rompió el condón y así fue como
termino 7 meses después frente del altar con un sínico vestido blanco. Más por
la presión de la familia del inexperto que por la de suya. Resignada se decidió
a hacer lo que las mujeres normales a su edad se dedican, hacer lonches y ver
telenovelas. Para todo lo demás tenía quien le ayudara. Resignada pasaron años,
durante los cuales podía darse el lujo de drogas de buena calidad con el jugoso
sueldo de su marido. Durante este tiempo conoció al jefe del inútil de su
marido, lo más cercano que conoció a un romance. Una pasión desenfrenada que
redujo sus dosis a dos por semana. Así habría seguido el romance de telenovela,
ella viviendo como la mala de la historia. De no ser que su flamante amante lo
rondaba el fantasma de la pedofilia e insistió hacerlo en el cuarto de los
niños “para jugar con los peluches”. Así los encontró el marido, ella con
palabras dignas de burdel de puerto y el con la ropa interior del mas grande de
sus hijos en la cara, aspirando su inocencia. El inútil de su marido podía
soportar que lo engañaran en su cara pero, retozar en el cuarto de los niños
con un pedófilo en potencia fue demasiado para él. Ella le ofreció quedarse con
las deudas para que el retirara los cargos por adulterio y su jefe un oficina
más arriba por los de pervertido. Así
todos salieron ganando.
Del otro lado de la escena, estaba él. Por su forma de ser,
parecía más viejo de lo que en verdad era. Seguramente era diez años más joven
que la adultera del párrafo anterior. Pero en el alma llevaba recorridos más
kilómetros. En su vida había sido casi todo, y no había llegado ni a los
treinta. Nacido en una familia rica, aplico para todas las escuelas de arte
cuando llego el momento, pero ninguna lo aceptaba, hasta que la chequera de su
padre ablando los criterios. No tenía talento. Y lo descubrió con sus primeros
intentos de pintura. No era un Van Gogh, que su talento sería reconocido al
pasar los años. No era una visión diferente. No era nada. “Sus cuadros les
faltaban vida” le dijo su profesor. Se salió de la universidad, se dedico a
manejar las empresas de su padre, que fue quebrando en tiempos records. Una
tras otra, hasta que lo mando a Europa. Allí empezó a vivir, fue todo. Mesero,
drogadicto, maestro, pintor (solo de muros), vago, músico, puto, puta, secretario,
actor, buzo, mafioso, repartidor, recolector. Hasta que se enamoro, de una turca con ascendencia japonesa e
hindú, toda una extravagancia. Le enseño el chi, el yoga, la iluminación, el
karma, los chacras, las vidas pasadas, las futuras, la burocracia a la hora de
reencarnar y lo más importante, la absolución total del karma negativo a la
entrada del nuevo milenio. El boleto en primera clase para la nueva vida, con
todo y equipaje y sin pasaporte. Lo
creyó todo y le regalo su fe al nuevo milenio, a buda y a su amante sin
pensarlo dos veces, como normalmente lo hacía en la vida. Se sentaron a esperar
la llegada del nuevo milenio, listos con muchas buenas esperanzas y condones,
¿que pasaría si en la nueva vida también te embarazabas y no había condones?
Más valía prevenir. Se sentaron a esperar
sobre de un precipicio junto al mar, a que las puertas del cielo se
abrieran de par en par, para recibir con los brazos abiertos a sus rastas y
axilas sudorosas.
Pero nada paso… Nada, ni coro de ángeles, luz celestial en
pleno año nuevo. Solo las olas del mar golpeando contra el precipicio. Solo los
murmullos y las miradas impacientes en los relojes, que eventualmente se convirtieron en gritos
de desesperanza. De dolor, de ese cuando una frágil ilusión la embiste una ola
de realidad. Como de cuando te enteras de que los reyes magos no existen. Todos
esperaron a gritar, a arrancarse sus amuletos y cuarzos y piedras. Gritaban
para sacar su coraje de haber sido engañados por tanto tiempo, por haber dejado
todo por ese día. Gritaban de coraje por qué ahora tendrían que vivir como los
demás, trabajar como los demás, por qué no había salida fácil de aquella vida
tediosa que los esperaba. Corrían en círculos, y nuestro joven enamorado estaba
allí perplejo parado sin decir nada. Su novia corría igual que los otros.
Entonces, uno de ellos callo, accidentalmente, por el precipicio, a una muerte
segura. Todos quedaron perplejos, callados. Uno más grito y corrió y salto por
el precipicio, la vida era demasiado miserable. La primer mujer salto.
Demasiado tediosa. Uno más corrió al precipicio. Demasiado dolorosa. Dos más,
tomados de la mano. Demasiado jodida. Un grito más perdido. Demasiado real,
para ser vivida sin un lugar donde descansar al final, demasiado vivida, para
ser vivida por ninguna razón trascendente más allá de vivir.
Nuestro joven enamorado intento aventarse también. Pero su
huarache se atoro con alguna especie de rama, destinada a hacerlo tropezar y
golpearse en la cabeza, perdiendo el conocimiento y perdiéndose uno de los
suicidios colectivos más grandes registrados. El único sobreviviente. A la
mañana siguiente, cuando en las redes de los pescadores de un pueblo cercano,
empezaron a aparecer gente en lugar de pescados, se dieron a la tarea de buscar
sobrevivientes. El único que encontraron estaba dormido junto a una piedra, con
la cabeza abierta y solo, completamente solo.
Así lo deportaron y el padre lo desheredo y lo hecho de la
casa y terminó pintando muros drogándose con solvente para tratar de olvidar a
su novia suicida.
Se vieron mutuamente a los ojos. No hubo nada mágico, no
desapareció el mundo, ni se pararon los relojes, ni se les ilumino la mirada.
Ya no había magia en ninguno de los dos ni esperanzas por las que vivir. De lo
poco que se pudieron dar cuenta fue de que no podían decir quien de los dos
estaba mas chingado.
Y se acercaron viéndose fijamente a los ojos, no fue amor a
primera vista, fue compasión mutua a primera vista. No había para más, no había
nadie más, estaban solos en ese mar de gente sola en un mar de bares
solitarios. No dijeron nada, solo se besaron, por qué cuando no queda nada por
hacer, es todo lo que se puede hacer.
Así fueron al motel de maquinita de al lado y así fornicaron
como si no hubiera mañana. Se contaron mutuamente sus historias. Lo miserable
de sus vidas. Olvidaron decir sus nombres ¿para que? Si no eran más que vidas
anónimas ¿Que más daba?
Terminaron con su vida juntos. Eutanasia reciproca, se leía
en los periódicos. Los más explícitos narraban con lujo de detalle el suicidio
mutuo en un motel con nombre paradisiaco. Una historia de amor, un final triste consensuado, al pie de los cuerpos desnudos sin vida, que muertos eran aun más
feos.
Los transeúntes pasaban de largo, leyendo el encabezado y
pensando para sus adentros “patético”. Seguían de paso y tomaban un autobús, o
bebían su café, en una mañana soleada de un Lunes cualquiera.
Edgar Cruz
*Autobhan: autopistas alemanas sin limite de velocidad.