La Familia sin Fotos
Todas las familias tienen una. En cada casa de cada familia
hay una caja de fotos. No importa que tan rota, minusválida, disfuncional o
fría sea. Cada casa tiene su caja de fotos. Todas. Menos esta.
Esta familia de esta casa, de paredes blanca de puertas cafés
y ventanas grises no tenía una caja de fotos. No se había extraviado, no se
había perdido en alguna mudanza dominical. No se había olvidado en la casa
anterior. Simplemente no había, nunca hubo. Fotos.
Las paredes eran frías, blancas, con cuadros que no se veían
esparcidos por allí y por allá y con el eco escondido en las esquinas. La sala
nueva, jamás se usaba, tampoco la mesa de centro.
La casa era grande, blanca, cuatro cocheras, cinco autos,
seis recamaras, cuatro ocupadas, ocho baños. Un piano mudo. Un jardín grande
detrás, con palmeras siempre verdes pero sin una fuente en la esquina, con una
mesa de jardín, nueva, siempre nueva. El cuarto de servicio debajo de la
cocina, era el cuarto más cálido de la casa, con la pared tapizada de santos ciegos,
sordos y mudos. Con una veladora para la virgen y otra para el sagrado corazón.
Una pequeña grabadora con canciones rancheras y una televisión a color para ver
la novela de las seis y los chismes de Chapoy. Un foco incandescente colgaba
del techo blanco, las paredes café claro. El piso gris.
El típico silencio de colonia residencial, el silencio de
casa con dinero y sin caja de fotos. Las comidas eran siempre frías, aunque
comieran sopa, eran en silencio. Se comentaban las noticias, el trafico, el condominio
en Cancún, la casa de Vallarta. Nunca el chico de la banca de enfrente, el
campeonato de futbol, el sueño de la noche anterior, las llamadas de los
abuelos, el cinco en matemáticas, el diez en literatura.
Solo María con el golpeteo de las ollas de la comida
amenizaba la comida, eso o las peleas del papá en el teléfono, o las amigas de
la mamá en el celular, o las teclas del celular. “por qué no usará el
“dishwasher” María? Por eso esta como esta” pensaba alguien en la mesa.
Y María talle que talle, friega que friega, las ollas de
acero inoxidable, de veinte salarios mínimos cada una. Y María piensa que
piensa en la casa de su ama’ en la orilla de la ciudad, en algún pueblito de
nombre polvoroso, de castillos salidos, de ladrillos rojos desnudos, de jardín
amarillo, con concreto de la mezcla como patio y un triciclo de reyes tirado en
la entrada. Protecciones de acero oxidado en la ventana que da a la calle. Un
baño dos cuartos seis niños cuatro adultos cinco camas. Una
sala-comedor-cocina. Los adornos de las posadas de la semana pasada, formando
una hipotenusa de una varilla a otra, amarillos y azules. Atados a los castillos
del segundo piso hipotético.
Y sigue pensando en su ama’ tan triste, siempre esperando a
que su viejo regrese del norte, o su hijo, o su otro hijo, su hija más grande,
su sobrino, su nieto mayor. Sentada en su sillita de bejuco, prendiendo el
anafre, soplando con su cartón seco como sus ojos, de tanto llorar. Preparando
chicharron para sus nietos, que también esperan. Un papá, una mamá, un hermano.
Siempre esperando.
Y se le escurre una lagrima, y se prenden todos los carros
de la familia, cada quien por su lado, al trabajo, al salón de belleza, al
futbol, al Starbucks, al cine. Y así se queda María con sus recuerdos y con sus
ollas tristes. Tallandolas como si tallará la tristeza de su alma. Pero ni las
ollas de cincuenta salarios minimos pueden quitar la tristeza del alma.
Se seca las manos, seca la tarja y se regresa a su cuarto, debajo
de su cama toma una caja de zapatos vieja. La primera comunión de Juanita, las
bodas de plata de los abuelos, el cumpleaños de Luis, las vacaciones en Acapulco,
estrenando la casa de su ama. La boda de su hermana lupita, los quince años de Carmen.
Cierra la caja, la pone debajo de su cama y sonrrie.
inspirado en :El monstro - Planeta loreliano